La política social latinoamericana al
parecer ha recorrido un intenso camino, que se ha abierto en distintas senderos
a lo largo de la región, y que suponen diferentes desarrollos
histórico-sociales, así como dejan entrever variadas posiciones ideológicas o
valorativas. Siguiendo a Fleury (1997), nos podemos ubicar en una
tipología que trata de presentar en tres tipos ideales las distintas
naturalezas de la protección social, así como de la noción de ciudadanía que
está implícita. En primer lugar está el modelo de Asistencia Social. Bajo esta modalidad los beneficios consistirán
en la provisión de bienes o servicios a los individuos o grupos sociales que no pueden
participar en el mercado. Los beneficiados
deberán demostrar su incapacidad para atender por sí mismos sus necesidades,
por lo que la ayuda estará orientada a objetivos muy puntuales y tendrán un
carácter temporal. Los recursos de este modo de protección social provienen de
fondos sociales o donaciones financieras, públicas o privadas, cargadas de un
matiz caritativo. En este sentido, el efecto generado por la política social es
el de la discriminación y la descalificación, ya que la población objetivo del
beneficio perderá otros derechos de ciudadanía y estará marcada por el estigma
de su propio fracaso social. El segundo tipo ideal, llamado Seguro Social, procura garantizar
beneficios asociados a las contribuciones previamente realizadas por los
trabajadores durante su etapa laboral activa. El objetivo es preservar el
status socio-económico en situaciones de vejez o invalidez, es decir, de
pérdida de la capacidad laboral. El financiamiento consiste en un aporte
tripartito entre la empresa, el trabajador y el Estado. Para la autora, este
tipo de protección corporativista tiene como fin la manutención y reproduce los
privilegios de clase asociados a la jerarquía, rango o posición alcanzados
durante la vida productiva, reforzando una estructura social de marcadas
diferencias. Por último nos presenta la modalidad de Seguridad Social,
orientada por el principio de justicia social y enfocada en ofrecer a los
ciudadanos un mínimo vital de renta, bienes y servicios a todos por igual. En
este caso, el Estado es enteramente responsable de financiar y proporcionar los
beneficios a los miembros de su respectiva comunidad política, planteándose
como objetivo la redistribución de la riqueza y la corrección de las
desigualdades que produce la lógica mercantil. La inclusión social se convierte
en la premisa de acción, donde los servicios ofrecidos se conciben como
derechos universalizados. Cada modelo supone un tipo de ciudadanía: en la
asistencia social, la ciudadanía se encuentra invertida (obtención del
beneficio previa demostración de la necesidad o incapacidad), en el seguro
social la ciudadanía esta regulada (obtención del beneficio sólo si perteneces
a la estructura productiva de la sociedad), y en la seguridad social la
ciudadanía es universal (la obtención del beneficio se orienta a la totalidad
de los ciudadanos). Sin embargo, existe cierto consenso en incluir y caracterizar
un modelo de política social emergente, de más amplio rango, con mayor vocación
democrática y de orientación más estructural, que de acuerdo a algunos autores
(Klisberg, 2006; Molina Et. Al., 2006) ya se ha manifestado en América Latina. El
enfoque del universalismo básico -o universal-equitativo como también se ha
convenido en calificársele-, hace referencia a un “paradigma combinado-complejo
de política social”, encontrando un primer acercamiento en lo que nos plantea
D´Elia (2006) cuando señala que este enfoque apunta hacia la convergencia entre
lo económico y lo social, es decir, la promoción de un bienestar económico
asociado al desarrollo de un modo de vida democrático, de pleno ejercicio de la
ciudadanía. En un contexto de profunda desigualdad y exclusión política, social
y económica, las políticas sociales emprendidas bajo este modelo tendrán como
propósito fundamental crear esferas de participación con un radio de acción
cada vez más amplio, fortaleciendo las capacidades y competencias de los
ciudadanos, conducidos por el principio de la equidad y la corresponsabilidad
en el bienestar colectivo. Así descrita, la política social tendrá la forma de
“un derecho no sólo de acceso a medios para satisfacer necesidades sociales,
sino de habilitación para ganar espacios políticos que permitan su ejercicio.
En este modelo las personas son ciudadanos activos y no únicamente personas
asistidas” (Op. Cit.: 37).
Esta
nueva perspectiva, para muchos necesaria, de abordar la política social
latinoamericana, parte de la premisa de que es el ideario de la universalidad
el único capaz de construir ciudadanía y equidad. Para lograr este propósito,
se debe cumplir con un conjunto de exigencias (Filgueira, Molina, Papadópulos,
Tobar, 2006) al momento de garantizar los derechos sociales de la población,
como un servicio de calidad para todos, asegurando de esta manera el impacto, y un Estado que tenga como rol[1]
ser garante del acceso y uso de estos bienes, servicios y rentas. De acuerdo a
los autores, el universalismo básico es un enfoque de política social que busca
la construcción de sociedad, de objetivos comunes, de un imaginario social, y
que instituye los principios de equidad e inclusión, así como la corresponsabilidad
ciudadana, tanto en las labores de contraloría como en el financiamiento de los
servicios a través de impuestos o contribuciones.
Poner en práctica el universalismo
básico, en tanto que supone una visión distinta de sociedad y de ciudadanía,
será de forma progresiva y diferenciada, calibrando su implementación al
dinamismo político, económico o cultural de cada experiencia nacional. En este
sentido, dependiendo de cuáles sean las condiciones para cada país, bajo el
enfoque del universalismo básico se hará énfasis diferenciado ya sea en la
construcción del imaginario-visión, en el fortalecimiento de capacidades para
su ejecución[2], o
en la mejora del escenario económico o político que permita su viabilidad (Op.
Cit.: 42).
Bajo este contexto, el Estado, antes
que único prestador de servicios, ejerce más las funciones de director,
regulador, evaluador y financista, coordinando y combinando, haciendo uso de la
descentralización, diferentes mecanismos de provisión que garanticen la
prestación universal, con estándares de calidad establecidos bajo un proceso de
deliberación democrática. Las prestaciones, si bien mantiene una continuidad
con sus características universales tradicionales en salud, educación y
seguridad social, se deben abordar de forma renovada, y combinándose con nuevas
prestaciones que permitan atacar las inequidades distributivas que socavan el
universalismo. En tal sentido, los programas de transferencias condicionadas
(PTC) surgen como estrategias focalizadas para promover la igualdad de
condiciones, mayor eficiencia en la asignación y prestación de los recursos,
así como la participación ciudadana en el ciclo de vida de los programas
sociales (Filgueira, 1998; Klisberg, 2006).
Ahora bien, el universalismo básico, concebido en la forma cómo se ha descrito hasta el
momento, no deja de plantear serias inquietudes con respecto a su viabilidad,
siendo la política una de las principales preocupaciones. Ya Filgueira nos
advertía sobre los retos políticos que conlleva implementar estrategias de
descentralización y focalización, en un contexto latinoamericano con diferentes
Estados sociales. Para el autor, existen tres formas de entender a los
subsistemas institucionales estatales, que se encargan de proveer bienes y
servicios sociales en América Latina: a) una forma universal-estratificada, en
la cual se protege a la mayor parte de la población bajo un sistema de
seguridad social, salud y educación, pero con una fuerte estratificación en
acceso y calidad; b) regímenes duales, con un desarrollo casi universal de la
educación y con una cobertura amplia en salud y seguridad social, pero
fuertemente estratificada, destacándose por una incorporación de los sectores
populares a través de prácticas clientelares, patrimonialistas y corporativistas;
c) regímenes excluyentes, en el cual se instituye un sistema elitista de acceso
a los servicios sociales, en especial en salud y seguridad social, con el
agravante de la escasa participación y capital organizativo de la población,
así como el carácter represivo de sus regímenes políticos.
Los retos en este escenario,
retomando particularmente el ejemplo de la descentralización y la focalización,
residen entre otros aspectos, en la capacidad de conquistar espacios en
aquellos contextos donde históricamente las autoridades locales se han
constituido y apoderado del aparato estatal, estableciendo vínculos
patrimonialistas con sus habitantes, dinámica propia de los regímenes
excluyentes, y que sin duda constituye una traba a las promesas de
participación que erige el discurso descentralizador. Asimismo, la
descentralización puede operar mediante un aumento del empleo público a nivel
local, que antes que reflejarse en mayor y mejor provisión de bienes y
servicios sociales a la población, se realiza con fines prioritariamente
clientelares (Filgueira, Op. Cit.: 14). El capital organizativo que existe en
los países del universalismo estratificado, con su respectiva cultura política
de participación y lógica de redes, pudiera ser más favorecedora al momento de
poner a prueba algunos principios de la descentralización como la eficacia y la
rendición de cuentas. En el caso de la focalización, Filgueira nos señala que sus
ventajas son menos evidentes cuando el mecanismo por el que opera es el del
diagnóstico de la demanda y se ejecuta a través de transferencias de ingresos o
servicios individualizados, ya que se corre el riesgo de estigmatizar al
beneficiario y promover su exclusión simbólica, erosionando las bases de la
ciudadanía social, situación que se complica en naciones latinoamericanas
multiculturales y multiétnicas, reforzando los estereotipos de los sectores
dominantes.
Considerando
que en la provisión del bienestar intervienen distintos actores, y que como ya
se ha venido adelantando, el Estado no puede asumir por completo la
responsabilidad de las prestaciones, es significativo ubicarse en algunas
disertaciones sobre la confluencia de distintos agentes para garantizar los
derechos sociales. A partir de este último aspecto, el trabajo de Martínez (2007),
nos ofrece una perspectiva de análisis donde se conciben “regímenes de
bienestar” antes que Estados sociales. Si el bienestar se asume como la
capacidad para manejar incertidumbres como enfermedad, discapacidad, desempleo,
divorcio o muerte, los regímenes de
bienestar serán aquellas constelaciones de prácticas diversas para la
asignación de recursos que permitan fortalecer dicha capacidad.
Analizando dimensiones como la
mercantilización de la fuerza laboral, la familiarización del bienestar o la
desmercantilización del bienestar, para Martínez existen tres tipos de
regímenes de bienestar en América Latina, con diferentes grados de
participación por parte del Estado, el mercado o la familia: 1) el
estatal-productivista; 2) el estatal-proteccionista, y 3) el familiarista. En
el estatal-productivista, las políticas públicas son centrales y se orientan a
la formación de capital humano para mejorar las condiciones de participar en el
mercado laboral. En este sentido, el estado actúa para ser funcional a las
demandas del mercado, haciendo menos énfasis en la desmercantilización de la
protección de riesgos, dejándola sujeta al poder adquisitivo de las personas.
En el estatal-proteccionista, existe una mayor población laboral que cuenta con
seguridad social y la concentración del ingreso es menor que en el primer
grupo. En estos países, las políticas públicas protegen a aquellos que forman
parte de lo sectores formales de la economía, el Estado interviene en áreas que
podrían estar sujetas al mercado y se benefician grupos poblacionales que no
necesariamente están en situación de pobreza. Nos señala la autora que la
protección social y la formación de capital humano esta bastante
desmercantilizado, pero con estratificación. En cuanto al régimen familiarista,
Martínez afirma que la prácticas para a provisión de bienestar tienen una alta
carga de informalidad, y dependen de arreglos familiares y comunitarios en un
contexto, tanto de mercados laborales como de políticas públicas excluyentes. Existe
una gran proporción de familias de escasos recursos que aportan trabajo en las
comunidades sin paga alguna, en áreas que tradicionalmente son responsabilidad
del Estado; sólo un pequeño porcentaje de la población tiene acceso a programas
o servicios públicos, cargados de inestabilidad y con poco alcance. A esto hay que agregar que gran parte de la
producción del bienestar descansa en trabajo femenino de extensas jornadas y no
remunerado.
A
juzgar por lo reseñado por la autora, y en relación con la discusión sobre las
posibilidades del universalismo básico en América Latina, las características
estos llamados “regímenes de bienestar” lista una serie de tareas de largo
alcance, por varios flancos, y que requieren sobre todo, mucha voluntad
política y consenso sobre una visión de desarrollo, para poder cumplir con la
enorme deuda social de la región. No deja de advertirnos en este sentido los
orígenes distributivos del desencanto de la población con la democracia o la
frustración por las reformas económicas propias del Consenso de Washington, que
atentaron considerablemente en la construcción de un acuerdo básico que permita
emprender las reformas necesarias, a fin de lograr los objetivos de
transformación social y económica que exige Latinoamérica. En los regímenes
familiaristas, el 70% de la población vive en condición de pobreza, pero también
en países como Argentina y Chile (los únicos países pertenecientes al régimen
productivista) o Brasil (considerada la economía más grande del subcontinente y
ubicada en el régimen proteccionista), se registran altos niveles de
concentración del ingreso (Martínez, Op. Cit.: 20), dejando entrever algunas de
las brechas que todavía faltan por cerrar, para construir una nueva senda hacia
el desarrollo social latinoamericano.
BIBLIOGRAFÍA
· D´Elia, Yolanda (2006): La cuestión social en las políticas públicas, en Maingon, Thais
(Coord.): Balance y perspectivas de la política social en Venezuela. Caracas.
ILDIS/CENDES/UNFPA. Extraído el 03 de abril de 2010 desde http://www.ildis.org.ve/website/p_index.php?ids=7&tipo=P&vermas=56
· Filgueira,
Fernando (1998): el nuevo modelo de
prestaciones sociales en América Latina. Eficiencia, residualismo y ciudadanía
estratificada.
· Fleury,
Sonia (1997): Estado sin ciudadanos. Seguridad social en América Latina.
Argentina. Lugar Editorial.
· Kliksberg,
Bernardo (2006): Hacia una nueva
generación de políticas sociales en Latinoamérica, en Reforma y
Democracia, Nª 35, junio, Caracas. CLAD.
· Martínez,
Juliana (2007): Regímenes de bienestar en
américa Latina. Madrid, Fundación Carolina.
· Molina,
Carlos –editor- (2006): Universalismo
básico: una nueva política social para América Latina. México-BID.
[1] Revisar el
material de Beatriz Rajland.
“Estado y poder.
Subjetividad e ideología”, para un examen crítico dese una perspectiva
marxista, del famoso “rol” del Estado, y que está publicado como clase en el
portal del curso a distancia “Teoría del Estado: El Debate actual” (Programa
Latinoamericano de Educación a Distancia, Centro Cultural de la Cooperación
Floreal Gorini, Buenos Aires, Octubre de 2008)
[2]
Para ver algunas reflexiones al respecto, revisar el trabajo de Repetto, Fabián (2004): Capacidad
estatal: requisito para el mejoramiento de la Política Social en América
Latina. Serie Documentos de Trabajo del INDES-BID. Washington, D.C.