jueves, 17 de octubre de 2013

Universalismo básico y política social latinoamericana

La política social latinoamericana al parecer ha recorrido un intenso camino, que se ha abierto en distintas senderos a lo largo de la región, y que suponen diferentes desarrollos histórico-sociales, así como dejan entrever variadas posiciones ideológicas o valorativas. Siguiendo a Fleury (1997), nos podemos ubicar en una tipología que trata de presentar en tres tipos ideales las distintas naturalezas de la protección social, así como de la noción de ciudadanía que está implícita. En primer lugar está el modelo de Asistencia Social. Bajo esta modalidad los beneficios consistirán en la provisión de bienes o servicios a los individuos  o grupos sociales que no pueden participar  en el mercado. Los beneficiados deberán demostrar su incapacidad para atender por sí mismos sus necesidades, por lo que la ayuda estará orientada a objetivos muy puntuales y tendrán un carácter temporal. Los recursos de este modo de protección social provienen de fondos sociales o donaciones financieras, públicas o privadas, cargadas de un matiz caritativo. En este sentido, el efecto generado por la política social es el de la discriminación y la descalificación, ya que la población objetivo del beneficio perderá otros derechos de ciudadanía y estará marcada por el estigma de su propio fracaso social. El segundo tipo ideal, llamado Seguro Social, procura garantizar beneficios asociados a las contribuciones previamente realizadas por los trabajadores durante su etapa laboral activa. El objetivo es preservar el status socio-económico en situaciones de vejez o invalidez, es decir, de pérdida de la capacidad laboral. El financiamiento consiste en un aporte tripartito entre la empresa, el trabajador y el Estado. Para la autora, este tipo de protección corporativista tiene como fin la manutención y reproduce los privilegios de clase asociados a la jerarquía, rango o posición alcanzados durante la vida productiva, reforzando una estructura social de marcadas diferencias. Por último nos presenta la modalidad de Seguridad Social, orientada por el principio de justicia social y enfocada en ofrecer a los ciudadanos un mínimo vital de renta, bienes y servicios a todos por igual. En este caso, el Estado es enteramente responsable de financiar y proporcionar los beneficios a los miembros de su respectiva comunidad política, planteándose como objetivo la redistribución de la riqueza y la corrección de las desigualdades que produce la lógica mercantil. La inclusión social se convierte en la premisa de acción, donde los servicios ofrecidos se conciben como derechos universalizados. Cada modelo supone un tipo de ciudadanía: en la asistencia social, la ciudadanía se encuentra invertida (obtención del beneficio previa demostración de la necesidad o incapacidad), en el seguro social la ciudadanía esta regulada (obtención del beneficio sólo si perteneces a la estructura productiva de la sociedad), y en la seguridad social la ciudadanía es universal (la obtención del beneficio se orienta a la totalidad de los ciudadanos). Sin embargo, existe cierto consenso en incluir y caracterizar un modelo de política social emergente, de más amplio rango, con mayor vocación democrática y de orientación más estructural, que de acuerdo a algunos autores (Klisberg, 2006; Molina Et. Al., 2006)  ya se ha manifestado en América Latina. El enfoque del universalismo básico -o universal-equitativo como también se ha convenido en calificársele-, hace referencia a un “paradigma combinado-complejo de política social”, encontrando un primer acercamiento en lo que nos plantea D´Elia (2006) cuando señala que este enfoque apunta hacia la convergencia entre lo económico y lo social, es decir, la promoción de un bienestar económico asociado al desarrollo de un modo de vida democrático, de pleno ejercicio de la ciudadanía. En un contexto de profunda desigualdad y exclusión política, social y económica, las políticas sociales emprendidas bajo este modelo tendrán como propósito fundamental crear esferas de participación con un radio de acción cada vez más amplio, fortaleciendo las capacidades y competencias de los ciudadanos, conducidos por el principio de la equidad y la corresponsabilidad en el bienestar colectivo. Así descrita, la política social tendrá la forma de “un derecho no sólo de acceso a medios para satisfacer necesidades sociales, sino de habilitación para ganar espacios políticos que permitan su ejercicio. En este modelo las personas son ciudadanos activos y no únicamente personas asistidas” (Op. Cit.: 37).

Esta nueva perspectiva, para muchos necesaria, de abordar la política social latinoamericana, parte de la premisa de que es el ideario de la universalidad el único capaz de construir ciudadanía y equidad. Para lograr este propósito, se debe cumplir con un conjunto de exigencias (Filgueira, Molina, Papadópulos, Tobar, 2006) al momento de garantizar los derechos sociales de la población, como un servicio de calidad para todos, asegurando de esta manera el impacto,  y un Estado que tenga como rol[1] ser garante del acceso y uso de estos bienes, servicios y rentas. De acuerdo a los autores, el universalismo básico es un enfoque de política social que busca la construcción de sociedad, de objetivos comunes, de un imaginario social, y que instituye los principios de equidad e inclusión, así como la corresponsabilidad ciudadana, tanto en las labores de contraloría como en el financiamiento de los servicios a través de impuestos o contribuciones.

            Poner en práctica el universalismo básico, en tanto que supone una visión distinta de sociedad y de ciudadanía, será de forma progresiva y diferenciada, calibrando su implementación al dinamismo político, económico o cultural de cada experiencia nacional. En este sentido, dependiendo de cuáles sean las condiciones para cada país, bajo el enfoque del universalismo básico se hará énfasis diferenciado ya sea en la construcción del imaginario-visión, en el fortalecimiento de capacidades para su ejecución[2], o en la mejora del escenario económico o político que permita su viabilidad (Op. Cit.: 42).

            Bajo este contexto, el Estado, antes que único prestador de servicios, ejerce más las funciones de director, regulador, evaluador y financista, coordinando y combinando, haciendo uso de la descentralización, diferentes mecanismos de provisión que garanticen la prestación universal, con estándares de calidad establecidos bajo un proceso de deliberación democrática. Las prestaciones, si bien mantiene una continuidad con sus características universales tradicionales en salud, educación y seguridad social, se deben abordar de forma renovada, y combinándose con nuevas prestaciones que permitan atacar las inequidades distributivas que socavan el universalismo. En tal sentido, los programas de transferencias condicionadas (PTC) surgen como estrategias focalizadas para promover la igualdad de condiciones, mayor eficiencia en la asignación y prestación de los recursos, así como la participación ciudadana en el ciclo de vida de los programas sociales (Filgueira, 1998; Klisberg, 2006).
            Ahora bien, el universalismo básico, concebido en la forma cómo se ha descrito hasta el momento, no deja de plantear serias inquietudes con respecto a su viabilidad, siendo la política una de las principales preocupaciones. Ya Filgueira nos advertía sobre los retos políticos que conlleva implementar estrategias de descentralización y focalización, en un contexto latinoamericano con diferentes Estados sociales. Para el autor, existen tres formas de entender a los subsistemas institucionales estatales, que se encargan de proveer bienes y servicios sociales en América Latina: a) una forma universal-estratificada, en la cual se protege a la mayor parte de la población bajo un sistema de seguridad social, salud y educación, pero con una fuerte estratificación en acceso y calidad; b) regímenes duales, con un desarrollo casi universal de la educación y con una cobertura amplia en salud y seguridad social, pero fuertemente estratificada, destacándose por una incorporación de los sectores populares a través de prácticas clientelares, patrimonialistas y corporativistas; c) regímenes excluyentes, en el cual se instituye un sistema elitista de acceso a los servicios sociales, en especial en salud y seguridad social, con el agravante de la escasa participación y capital organizativo de la población, así como el carácter represivo de sus regímenes políticos.

Los retos en este escenario, retomando particularmente el ejemplo de la descentralización y la focalización, residen entre otros aspectos, en la capacidad de conquistar espacios en aquellos contextos donde históricamente las autoridades locales se han constituido y apoderado del aparato estatal, estableciendo vínculos patrimonialistas con sus habitantes, dinámica propia de los regímenes excluyentes, y que sin duda constituye una traba a las promesas de participación que erige el discurso descentralizador. Asimismo, la descentralización puede operar mediante un aumento del empleo público a nivel local, que antes que reflejarse en mayor y mejor provisión de bienes y servicios sociales a la población, se realiza con fines prioritariamente clientelares (Filgueira, Op. Cit.: 14). El capital organizativo que existe en los países del universalismo estratificado, con su respectiva cultura política de participación y lógica de redes, pudiera ser más favorecedora al momento de poner a prueba algunos principios de la descentralización como la eficacia y la rendición de cuentas. En el caso de la focalización, Filgueira nos señala que sus ventajas son menos evidentes cuando el mecanismo por el que opera es el del diagnóstico de la demanda y se ejecuta a través de transferencias de ingresos o servicios individualizados, ya que se corre el riesgo de estigmatizar al beneficiario y promover su exclusión simbólica, erosionando las bases de la ciudadanía social, situación que se complica en naciones latinoamericanas multiculturales y multiétnicas, reforzando los estereotipos de los sectores dominantes.

            Considerando que en la provisión del bienestar intervienen distintos actores, y que como ya se ha venido adelantando, el Estado no puede asumir por completo la responsabilidad de las prestaciones, es significativo ubicarse en algunas disertaciones sobre la confluencia de distintos agentes para garantizar los derechos sociales. A partir de este último aspecto, el trabajo de Martínez (2007), nos ofrece una perspectiva de análisis donde se conciben “regímenes de bienestar” antes que Estados sociales. Si el bienestar se asume como la capacidad para manejar incertidumbres como enfermedad, discapacidad, desempleo, divorcio o muerte, los regímenes de bienestar serán aquellas constelaciones de prácticas diversas para la asignación de recursos que permitan fortalecer dicha capacidad.

Analizando dimensiones como la mercantilización de la fuerza laboral, la familiarización del bienestar o la desmercantilización del bienestar, para Martínez existen tres tipos de regímenes de bienestar en América Latina, con diferentes grados de participación por parte del Estado, el mercado o la familia: 1) el estatal-productivista; 2) el estatal-proteccionista, y 3) el familiarista. En el estatal-productivista, las políticas públicas son centrales y se orientan a la formación de capital humano para mejorar las condiciones de participar en el mercado laboral. En este sentido, el estado actúa para ser funcional a las demandas del mercado, haciendo menos énfasis en la desmercantilización de la protección de riesgos, dejándola sujeta al poder adquisitivo de las personas. En el estatal-proteccionista, existe una mayor población laboral que cuenta con seguridad social y la concentración del ingreso es menor que en el primer grupo. En estos países, las políticas públicas protegen a aquellos que forman parte de lo sectores formales de la economía, el Estado interviene en áreas que podrían estar sujetas al mercado y se benefician grupos poblacionales que no necesariamente están en situación de pobreza. Nos señala la autora que la protección social y la formación de capital humano esta bastante desmercantilizado, pero con estratificación. En cuanto al régimen familiarista, Martínez afirma que la prácticas para a provisión de bienestar tienen una alta carga de informalidad, y dependen de arreglos familiares y comunitarios en un contexto, tanto de mercados laborales como de políticas públicas excluyentes. Existe una gran proporción de familias de escasos recursos que aportan trabajo en las comunidades sin paga alguna, en áreas que tradicionalmente son responsabilidad del Estado; sólo un pequeño porcentaje de la población tiene acceso a programas o servicios públicos, cargados de inestabilidad y con poco alcance.  A esto hay que agregar que gran parte de la producción del bienestar descansa en trabajo femenino de extensas jornadas y no remunerado.

            A juzgar por lo reseñado por la autora, y en relación con la discusión sobre las posibilidades del universalismo básico en América Latina, las características estos llamados “regímenes de bienestar” lista una serie de tareas de largo alcance, por varios flancos, y que requieren sobre todo, mucha voluntad política y consenso sobre una visión de desarrollo, para poder cumplir con la enorme deuda social de la región. No deja de advertirnos en este sentido los orígenes distributivos del desencanto de la población con la democracia o la frustración por las reformas económicas propias del Consenso de Washington, que atentaron considerablemente en la construcción de un acuerdo básico que permita emprender las reformas necesarias, a fin de lograr los objetivos de transformación social y económica que exige Latinoamérica. En los regímenes familiaristas, el 70% de la población vive en condición de pobreza, pero también en países como Argentina y Chile (los únicos países pertenecientes al régimen productivista) o Brasil (considerada la economía más grande del subcontinente y ubicada en el régimen proteccionista), se registran altos niveles de concentración del ingreso (Martínez, Op. Cit.: 20), dejando entrever algunas de las brechas que todavía faltan por cerrar, para construir una nueva senda hacia el desarrollo social latinoamericano.





BIBLIOGRAFÍA
·      D´Elia, Yolanda (2006): La cuestión social en las políticas públicas, en Maingon, Thais (Coord.): Balance y perspectivas de la política social en Venezuela. Caracas. ILDIS/CENDES/UNFPA. Extraído el 03 de abril de 2010 desde http://www.ildis.org.ve/website/p_index.php?ids=7&tipo=P&vermas=56
·      Filgueira, Fernando (1998): el nuevo modelo de prestaciones sociales en América Latina. Eficiencia, residualismo y ciudadanía estratificada.
·      Fleury, Sonia (1997): Estado sin ciudadanos. Seguridad social en América Latina. Argentina. Lugar Editorial.
·      Kliksberg, Bernardo (2006): Hacia una nueva generación de políticas sociales en Latinoamérica, en Reforma y Democracia, Nª 35, junio, Caracas. CLAD.
·      Martínez, Juliana (2007): Regímenes de bienestar en américa Latina. Madrid, Fundación Carolina.
·      Molina, Carlos –editor- (2006): Universalismo básico: una nueva política social para América Latina. México-BID.



[1] Revisar el material de Beatriz Rajland. “Estado y poder. Subjetividad e ideología”, para un examen crítico dese una perspectiva marxista, del famoso “rol” del Estado, y que está publicado como clase en el portal del curso a distancia “Teoría del Estado: El Debate actual” (Programa Latinoamericano de Educación a Distancia, Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, Buenos Aires, Octubre de 2008)

[2] Para ver algunas reflexiones al respecto, revisar el trabajo de Repetto, Fabián (2004): Capacidad estatal: requisito para el mejoramiento de la Política Social en América Latina. Serie Documentos de Trabajo del INDES-BID. Washington, D.C. 

Política social y modelos de Estado

Considerando que, la forma cómo se definan los problemas sociales dependerá, no sólo de aspectos técnico-instrumentales, sino de una visión particular de sociedad, de un entramado de valores, de perspectivas sobre cómo funciona el mundo y el rol que tiene el ser humano en él, en otras palabras, dependerá de las posiciones éticas o políticas en juego, resulta bastante significativo analizar cuáles son los modelos de Estado que se conciben detrás de cada enfoque de análisis de la política social.  De acuerdo a D´Elia (2002), si queremos analizar el problema de la pobreza, por ejemplo, nos encontraremos con tres maneras de entender el asunto, con su correspondiente diseño de política social:

  1. Enfoque económico (Políticas selectivas)
  2. Enfoque de bienestar social (Políticas distributivas)
  3. Enfoque de derechos humanos (Políticas inclusivas)

Bajo el primer enfoque, la pobreza es considerada básicamente como la incapacidad para satisfacer necesidades materiales, en especial las necesidades de orden nutricional. En este sentido, serán pobres todas aquellas familias que no perciban el ingreso total suficiente para comprar bienes, servicios y alimentos básicos. Cuando los ingresos totales del hogar son inferiores al costo de una Canasta Alimentaria, pues el grupo familiar se encuentra considerado dentro de la pobreza extrema. Dado que los indicadores son estrictamente económicos (suma de los ingresos), las causas de la pobreza son atribuibles al comportamiento económico el país en cuestión, y por lo tanto, el estímulo al crecimiento y a la acumulación de capital serán las soluciones principales, en la medida en que los beneficios tarde o temprano arroparán a los afectados. A fin de cumplir con este objetivo, el Estado buscará la eficiencia y la optimización en el uso de los recursos públicos, en este caso, reduciendo el gasto social y enfocándolo en las poblaciones más vulnerables. Este énfasis se denominará “política social selectiva”, ya que el Estado proveerá, de forma directa a o través de subsidios, los recursos necesarios para garantizar la subsistencia de los sectores más empobrecidos, en afinidad con las iniciativas privadas interesadas al respecto. A sabiendas de que la desigualdad y la pobreza son cánceres extendidos en la región (Calderón, 2002), emplear estrategias que ataquen el problema de raíz pareciera ser el camino más sensato. Sin embargo, bajo el enfoque económico -imperante en la década de los 80 y 90 del siglo XX y ampliamente adoptado por gobiernos y organismos internacionales (D´Elia, Op. Cit.: 3)-, se considerará prioritario desarrollar políticas orientadas a la productividad y a garantizar un clima favorable para el inversionista:

“La preocupación por la desigualdad en los análisis económicos tiene que ver más con aspectos como el impacto de los conflictos sociales en la estabilidad de la inversión y los niveles de productividad; así como en los desequilibrios fiscales causados por políticas populistas de respuesta inmediata a las demandas sociales” (D´Elia, Op. Cit.: 4)

En este contexto, la formulación y puesta en práctica de las políticas sociales -más parecido a acciones de caridad pero desde el Estado-, antes que responder a un conjunto de demandas provenientes de la sociedad civil, obedecen a presiones de organismos internacionales, en sintonía con intereses de sectores dominantes nacionales que abogan por mantener la dependencia externa (Pérez Baltodano, 1997).

            Ahora bien, bajo el segundo enfoque, la pobreza es el resultado, no sólo de un débil crecimiento económico, sino de fallas en la redistribución de los ingresos, desde los sectores más favorecidos hasta los estratos más bajos. Desde esta perspectiva, el cuadro de pobreza es trazado con desconocimiento de los adelantos modernos para la explotación de la tierra y la productividad, así como con paisajes de sub-empleo. Pudiéramos decir que bajo este enfoque la pobreza es considerada como falta de acceso a bienes económicos y sociales. Por ende, políticas de carácter universal, asumidas desde el Estado, y orientadas a impulsar la modernización económica (pleno empleo, tecnificación del aparato productivo, ampliación del sector industrial, mano de obra calificada) y la redistribución justa de las riquezas (traducida en seguridad social, educación gratuita y masificada, creación de sistemas sanitarios, entre otros) serán el objetivo principal para ofrecer un marco de protección, asistencia y justicia a todos por igual. Si bien los cambios asociados a este enfoque, tanto en aspectos culturales como en cobertura de la población por mucho tiempo excluida, son remarcables (Op. Cit.: 7), algunos resultados no esperados revirtieron procesos de consolidación democrática y eficiencia estatal:

El crecimiento de la burocracia del Estado y la cultura clientelar-patrimonialista contribuyeron a una enorme dispersión de recursos y al solapamiento de funciones; así como a la fragmentación y estratificación del sistema, de amplios beneficios para ciertos grupos y de cortas prestaciones para otros, a cambio de lealtades a partidos y gobiernos de turno. Además, como las políticas privilegiaron una distribución horizontalizada, no se generó realmente transferencias entre ricos y pobres (Op. Cit.7)


            A esto habría que añadir, desde el caso venezolano, algunas desviaciones que impidieron el fortalecimiento y sostenibilidad del Estado de Bienestar, como la dependencia petrolera y las respectivas distorsiones al proceso de industrialización y las importaciones, así como en el “universalismo segmentado” que se generó, producto de la cobertura a los sectores asalariados y contribuyentes (D´Elia, La Cruz, Maingon, 2006), situación que no se distancia mucho de la tendencia latinoamericana (Pérez Baltodano, 1997: 57).

            Por último encontramos el enfoque de derechos, en el que se parte de la necesidad de visualizar integralmente el conjunto de relaciones sociales presentes en un contexto histórico específico, y a partir de allí, entender los mecanismos de pertenencia, creación de identidad, inclusión o exclusión como factores claves para analizar la desigualdad y las posibilidades de desarrollo de las potencialidades humanas. Los indicadores económicos no son suficientes para comprender por qué no alcanzamos una vida buena. En el enfoque de derechos, se entra al terreno de los patrimonios éticos, y en tal sentido, se asumirá la pobreza como las condiciones de limitación de oportunidades para la expansión progresiva de las libertades positivas.

            Bajo esta perspectiva, la política social considera los problemas en su multidimensionalidad, y a la pobreza en sus aspectos estructurales. Así como se incluye los ingresos y el empleo en el análisis, también es igualmente relevante develar cuáles fueron las condiciones de acceso a educación, vivienda, salud, entre otros. Dado que la pobreza es el resultado de la discriminación y de procesos excluyentes, las políticas sociales deberán ser inclusivas, universales, orientadas a desplegar el abanico de opciones para que los seres humanos podamos aumentar nuestras posibilidades de vivir una existencia digna y plena.

            Como revisamos, cada uno de estos enfoques, para ser instrumentalizado, requiere de un aparato burocrático estatal particular, que ideológicamente y técnicamente, avance hacia los objetivos planteados. Entendido así, bajo el enfoque económico, el Estado adquirirá un matiz eficientista, de responsabilidades mínimas, que permita atender a las poblaciones o sectores más desfavorecidos, sólo en la magnitud justa para su supervivencia y por el tiempo estrictamente necesario. De igual forma, el Estado bajo un enfoque de bienestar social se adecua a sus propósitos, y en esta medida aumenta su tamaño para abarcar con sus mecanismos de protección a todos por igual, aumentando considerablemente el gasto social, creando leyes y regulaciones de orden económico y social, y ampliando el entramado institucional. Ahora bien, en el enfoque de derechos, si bien el Estado no deja de jugar un rol fundamental en la promoción del desarrollo de las capacidades de los ciudadanos, la sociedad civil a través de su participación garantizará el pleno ejercicio de de los derechos reconocidos. En las políticas sociales selectivas, el Estado se enfoca en el crecimiento económico. En las políticas sociales distributivas, el Estado se enfoca en el consumo. En las políticas sociales inclusivas, el Estado se enfoca en la equidad.




BIBLIOGRAFÍA

·      D´Elia, Yolanda (2003) “Política social y pobreza”, en Informe Social 8, 2002, Venezuela. ILDIS. Caracas, pp 11-19
·      D´Elia, Yolanda/La Cruz, Tito/ Maingon, Thais (2006) “Los modelos de política social en Venezuela: Universalidad Vs. Asistencialismo, en Maingon, Thais (Coord.): Balance y perspectivas de la política social en Venezuela, ILDIS/CENDES/UNFPA, Caracas
·      Gordon, Sara (2003): “Ciudadanía y derechos: criterios distributivos”, en Serie Políticas Sociales, Nº 70, CEPAL, Santiago de Chile.
·      Isuani, Ernesto Aldo (2007): “Política social en la región: desafíos políticos y de gestión”, en Revista del CLAD Reforma y Democracia 38.
·      Pérez Baltodano, Andrés (1997). Estado, ciudadanía y política social: una caracterización del desarrollo de las relaciones entre Estado y sociedad en América Latina, en Pérez Baltodano, Andrés “Globalización, ciudadanía y política social en América Latina. Tensiones y contradicciones”. Nueva Sociedad, Caracas.


La Gerencia Social en Oszlak

Partiendo de los compromisos éticos y políticos ineludibles, en un mundo complejo, conflictivo, inequitativo, y de la necesidad de responder con responsabilidad a los desafíos que este contexto sugiere, Oscar Oszlak (2002) nos presenta un trabajo que plantea algunos de los esfuerzos necesarios para definir las particularidades de la gerencia social, como disciplina que corresponda a los propósitos de transformación que estén presentes en las políticas sociales.

            A diferencia de los procesos tradicionales de creación de fronteras disciplinares, de acotación de áreas u objetivos de investigación, que en la mayoría de los casos se ajustan más a la lógica de la parcelación del poder vinculado al conocimiento, el autor nos dice que la emergencia de los campos de una disciplina, en especial si pertenece a las ciencias sociales, corre al ritmo de las “presiones externas”, o demandas de un contexto. Así como Marshall (1997 [1949]) nos indicó que el desarrollo de la ciudadanía ha pasado por fases o etapas, y cada una de ellas irrumpe en espacios temporales exclusivos, logrando objetivos específicos, como los derechos asociados a la libertad (derechos civiles, siglo XVIII), los derechos vinculados con la participación (derechos políticos, siglo XIX), y finalmente en el siglo XX cuando empiezan a tener forma los “derechos sociales”, entendidos como las garantías mínimas en condiciones de salud, educación y seguridad social (Bustelo, 2000), de igual manera Oszlack nos indica que el interés de la sociedad por incluir nuevos puntos en la agenda pública, la necesidad de ajustar la tecnología para darle legitimidad al discurso científico y la sensación de caducidad de los principales marcos de análisis, interpretación y transformación de lo real-social, son, a grandes rasgos, alertas manifestadas por el entorno para la delimitación de los campos del saber.

            Ante esta realidad, el gerente social debe cumplir según Oszlack, con competencias para, desenvolverse en contextos complejos, trabajar en pro de la conciliación, el consenso, el compromiso, la acción estratégica concertada, en equipo, donde se proyecte constantemente la identificación con actitudes y valores propios de un ethos democrático como la inclusión, el respeto al otro, la participación y la ampliación de los procesos de toma de decisiones.

            Este perfil se ajusta a las exigencias propias de la gerencia social. Oszlack distingue una serie de retos que hablan más sobre las problemáticas en torno a las políticas sociales, que sobre alguna “frontera subdisciplinaria”. Veamos:

  1. Turbulencia
  2. Complejidad
  3. Acceso
  4. Estilo de gestión
  5. Coordinación
  6. Descentralización
  7. Evaluación

La turbulencia alude a la contingencia o incertidumbre que permea la dinámica social. Cambios en el entramado legal, demandas políticas que terminan en crisis, obsolescencia tecnológica vertiginosa, alteraciones inesperadas del escenario económico, y el respectivo efecto dominó de adaptación de los actores involucrados, impiden la planificación a largo plazo y exigen habilidades estratégicas para aclimatarse a las situaciones y coyunturas.  La complejidad hace referencia a las reacciones políticas y a las fluctuaciones de las cuotas y relaciones de poder, producto de los distintos intereses en juego. En la implementación de las políticas sociales, intervienen diversidad de actores, con planteamientos y motivaciones que pueden coincidir o no, interacción que es altamente proclive al conflicto. En cuanto al acceso a los beneficios de los programas o políticas sociales, éste dependerá del grado de identificación de la población objetivo, así como de las fortalezas en cuanto a organización de dichos beneficiarios para abanderar sus intereses. Una población preparada, coordinada, con objetivos precisos y bien definidos tendrá más posibilidades de manifestar sus demandas de inclusión y garantizar su incorporación por el gerente social, minimizando los errores de exclusión (Cohen y Franco, 2004). El estilo de gestión de acuerdo a Oszlack, es la revelación de la cultura organizacional, de las prácticas y saberes que estructuran el sentido común de los miembros de una institución, y que fluctuará según la clientela, la tecnología a disposición, los aspectos simbólico-valorativos que median entre la organización y la población objetivo y el régimen político en el que se convive. La coordinación nos coloca en el debate sobre las tecnologías que deben emplearse en la gestión institucional, además de la incertidumbre que la rodea en los planos administrativo e institucional, es decir, donde se obtienen los recursos para garantizar los servicios a los beneficiarios y donde se toman las grandes decisiones a nivel estratégico-gerencial. La descentralización en cambio, nos sitúa en los dilemas propios de las transferencias de poder a nivel regional y local para la gestión de programas sociales, en las frecuentes limitaciones financieras, y en las responsabilidades permanentes o temporales que asumen las regiones en políticas sociales. El tema de la evaluación es igualmente trascendente, nos dice Oszlack, si queremos distinguir a la gerencia social, en tanto que nos señala las dificultades propias de la administración pública para asumir la tarea de seguimiento o monitoreo, considerando que, de acuerdo al autor, hay un déficit de indicadores para medir productos e impactos asociados a los programas sociales.

  

BIBLIOGRAFÍA
·      Bustelo, Eduardo (2000): De otra manera. Ensayos sobre política social y equidad. Argentina. Homo Sapiens ediciones
·      Cohen, Ernesto y Martínez, Rodrigo (2004). Conceptos básicos de formulación, evaluación y monitoreo de programas y proyectos sociales. Documentos del Congreso Internacional sobre Formulación de Proyectos Sociales. Secretaría de la Integración Social Latinoamericana-CEPAL-FLACSO. Extraído el 17 de octubre de 2009 desde: www.sisca.int
·      Marshall, Thomas Humphrey (1997 [1949]): Ciudadanía y clase social. Revista Española de Investigaciones Sociológicas. Centro de Investigaciones Sociológicas. Nº 79. Julio-Septiembre. Extraído el 03 de abril de 2010 desde http://www.reis.cis.es/REISWeb/PDF/REIS_079_13.pdf 

·      Oszlack Oscar (2002), Gerencia Social: La construcción de una disciplina. Cuadernos de Cátedra Abierta en Gerencia Social, Caracas. 

Estado Social en Venezuela y Misiones Sociales


A partir del arribo de Hugo Rafael Chávez a la Presidencia de la República, y del proceso constituyente que dio como resultado la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela en el año 1999, mucho camino se ha recorrido hacia la construcción de un otro modelo de Estado. Este nuevo marco jurídico, expresión de una coalición de actores distinta en el poder que representaba la búsqueda de alternativas a la crisis del sistema político venezolano, desplegaba un sin fin de posibilidades y oportunidades para la concreción de una nueva institucionalidad que estuviese consagrada al reconocimiento y defensa de derechos civiles, políticos y sobre todo sociales.

En el transcurso de estos últimos 11 años hemos sido testigos de cualquier cantidad de eventos, situaciones y coyunturas políticas, así como de cambios profundos en las leyes y en la cultura política del venezolano: círculos bolivarianos, militares en cargos del poder ejecutivo, cooperativas, Consejos Locales de Planificación, Plan de Desarrollo 2001-2007, Núcleos de Desarrollo Endógeno, consejos comunales, misiones, socialismo, antiimperialismo, Plan Simón Bolívar, empresas de propiedad social... entre muchos otros elementos, han configurado en Venezuela tanto normativa como discursivamente, todo un laboratorio de complejidad política para Latinoamérica y el mundo, además de una nueva relación entre el Estado y la sociedad, que en los planos discursivo y programático, han planteado la apertura y democratización de cada vez más espacios de la vida pública, así como el ejercicio y la realización de un tipo de ciudadanía con pertenencia e identidad nacional, más perfilada y comprometida con los asuntos colectivos.

En medio de este conjunto de cambios, de los cuales aún se siguen esperando balances y resultados, la política social ocupa un lugar preponderante. Ante las experiencias y gestiones del pasado, ante el aprendizaje histórico, ante las distancias ideológicas, y considerando el contexto político y social en el que irrumpió el movimiento que llevó a Chávez al poder, era de esperarse que el conjunto de acciones que definen al Estado social sea sometido constantemente a revisiones y comparaciones. Y ante la necesidad del cambio, pues resulta aún más perentorio analizar hasta que punto estamos en presencia de una ruptura positiva con los esquemas de abordaje a la deuda social que se llevaron a cabo en gobiernos anteriores, o si por lo contrario, se siguen reproduciendo sus fallas e inconsistencias.

Existen gran cantidad de razones para argumentar que se han adelantado cambios necesarios en el Estado social venezolano. Durante los años ochenta y noventa, el Estado social, de corte universalista y fundamentado en la Constitución de 1961, ya registraba signos de agotamiento por razones institucionales, económicas y políticas, comprometiendo sensiblemente la satisfacción de las necesidades de los más desposeídos, y aumentando la exclusión social:

(...) el propio proceso de masificación y de crecimiento repentino y poco ordenado del sector público, junto con las negativas repercusiones socioeconómicas provocadas por la crisis del modelo económico rentista-sustitutivo que se inicia a fines de los setenta, generaron una crisis de ese Estado Social que se expresa en la desmejora o reducción del ritmo de mejora de los indicadores sociales, (...) En medio de fluctuaciones, entre 1980 y 1998 se registra una clara tendencia al incremento del número de hogares en situación de pobreza y pobreza extrema (medida por línea de ingreso) y hacia el último de los años mencionados, el valor de esos indicadores duplica al de principios de la década de los ochenta (Aponte y Maingon, 2010)



Siguiendo a estos mismos autores, encontramos que a pesar de la protección que recibió el gasto social en comparación con la reducción del gasto público total (entre 1979 y 1998 el porcentaje más bajo fue de 31,7%), el comportamiento del Estado social en eficiencia y eficacia fue involutivo para algunos sectores, estancando la reducción del analfabetismo y la incorporación de la población de 7 a 14 años en educación (aun teniendo la prioridad del gasto), afectando la reducción de la tasa de mortalidad infantil y la de mortalidad materna en salud, y ubicando a la seguridad social entre los últimos destinos del gasto. A esto habrìa que agregarle la pobre disposición de los partidos políticos para crear estrategias que permitieran la participación de las comunidades en los programas sociales y dinamizar la estructura burocrática estatal, haciéndole un flaco servicio al combate contra la pobreza y la exclusión (Op. Cit.: 7).

De acuerdo a nuestros autores, buscando el uso más eficiente de los recursos se crearon durante la década de los 90, programas focalizados que atendieran directamente a los sectores más pobres, y se emprendió un proceso descentralizador con algunas transferencias exitosas, pero que arrojaron un balance global no muy alentador. De acuerdo a lo ya expuesto, convendría presentar un esquema que resuma las características más relevantes del Estado social en Venezuela durante los años ochenta y noventa:
CUADRO 1
Estado social en Venezuela
Ochentas
Noventas
Universalismo incompleto
Criterios focalizadores
Intervencionismo integral
Externalización
Gestión centralista
Descentralización político-administrativa
Asistencialismo
Limitadas modalidades de participación
Principios organizacionales heterogéneos
Parcialmente innovador
(Aponte y Maingon, 2010)

Con la entrada al siglo XXI, el país entró en una fase de continuos cambios que respondían a la necesidad de reinventar el Estado y su relación con la sociedad. Años de deuda social acumulada alimentaban el discurso y se plasmaba en el nuevo entramado normativo, que mostraba importantes innovaciones en lo social, ya sea porque constituía el eje de las políticas públicas, o porque privilegiaba la participación como mecanismo legitimador. La centralidad de lo social en la orientación de las políticas públicas estaba, al menos normativamente, plenamente identificaba, considerando el rol vital que posee en la lucha contra las injusticias en sociedad:

La política social debe operar como la gran generadora de capacidades entre los individuos, especialmente por medio de la corrección de las inequidades sociales. El acceso diferenciado que produce la distribución de estos servicios por medio de mecanismos de asignación rientados sólo por el mercado, generaría niveles de exclusión que conspirarían contra la posibilidad de que la inmensa mayoría de los individuos tengan con qué ser productivos (España, 2010: 16)


La política social durante la última década pudiera dividirse (Aponte, 2008) en dos fases: una primera fase que va del año 1999 al 2003, y una segunda fase desde el 2003 en adelante. La primera etapa, de acuerdo al autor, reunió una serie de fortalezas y debilidades, como un positivo aumento del gasto social, mejoras en la cobertura escolar y en las pensiones de vejez, conformación de escuelas bolivarianas (jornada integral), así como el estímulo a la participación apoyándose en distintas formas de organización comunitarias, como los Comités de Tierra Urbana, que a través del decreto presidencial 1.666 del año 2001, buscaba la regularización jurìdica de la propiedad sobre la tierra en zonas urbanas, así como la incorporación urbanìstica, fìsica y social de los barrios a la ciudad (Manrique, 2003, o las Mesas Técnicas de Agua, que fungían como instancias de participación y articulación para la atención de los problemas en el Servicio de Agua Potable y Saneamiento (Hernáiz, 2005), pero con algunos ensayos de reforma con problemas de diseño, administración y cultura organizacional, como los casos del FUS y Plan Bolívar 2000.

En cuanto a la segunda etapa, esta se caracterizó por un aumento nunca antes registrado del gasto social en Venezuela, que tiene como prioridades a la educación (reducción de la tasa de repitencia en un 50%, y de la deserción de 1ro a 6to grado), la seguridad social (la cobertura pasó de un 16% a un 40%) y las Misiones Sociales, la principal innovación en materia de política social durantes las gestiones del presidente Hugo Chávez, y las que le han procurado la mayor aceptación e identificación con los sectores más populares del país:

Las Misiones Sociales deberían entenderse como una parte de la política social. Propiamente se trata del componente de la política de protección social, es decir, aquel conjunto de programas sociales que van dirigidos a atender la población más vulnerable y cuyas características particulares hacen que las redes masivas de prestación de servicios sociales, llámese sistema educativo y de salud en general, no estén a su alcance. En efecto, incluso se trata de poblaciones que fueron expulsadas por estos sistemas o incluso nunca formaron parte de sus beneficiarios (España, Op.Cit.: 18)


En el esfuerzo por garantizar el acceso universal a derechos sociales y promover mejor calidad de vida para los venezolanos, la polìtica social de esta etapa atiende a tres grandes líneas estratégicas (Rodríguez, 2004):

  1. La democratización productiva
  2. La construcción de ciudadanía y capital humano
  3. La participación y generación del poder ciudadano

La primera línea incluye el estímulo, formación y creación de soporte institucional para el ciudadano productivo-emprendedor, la segunda busca la promoción y generación de capacidades para la población con el propósito de la inclusión social, y la tercera se avoca a fortalecer las redes sociales y la organización popular. En cada una de estas líneas se albergan un conjunto de misiones sociales que apuntan hacia las necesidades más acuciantes del venezolano.

Las misiones sociales representan por variadas razones, el esfuerzo más notable por diferenciar la política social en las últimas tres décadas, tanto por su enfoque hacia aquellas manifestaciones de la exclusión social y la pobreza extrema, por su "flexibilidad" institucional y presupuestaria, así como por el arraigo y la identificación en los sectores populares. Acceso a la atención primaria, redes de comercialización de alimentos a bajo costos, combate al analfabetismo y oportunidades para culminar la educación primaria, diversificada o superior, incorporación al sector productivo, atención a jefas de hogar desocupadas, atención odontológica y oftalmológica, eficiencia energética, son sólo algunas de las áreas más importantes cubiertas de forma puntual y específica por las misiones sociales.

Son varios los autores que resaltan el enorme impacto comunicacional, así como la afinidad y creación de un sentido de pertenencia por parte de los beneficiarios de las misiones, elemento que supone una notable ruptura con la gestión del Estado social venezolano durante los años ochentas o noventas en sus aspectos subjetivos y culturales, y que debe ser "mantenido y rescatado para el futuro diseño de la política de protección social en Venezuela" (España, Op. Cit.: 22). Sin embargo, algunas continuidades, no siempre positivas, irrumpen para estimular el debate sobre los retos de la política social en Venezuela: el clientelismo como mecanismo de captación en los programas sociales, la ineficiencia administrativa, considerando los ingresos petroleros y las sumas destinadas a las áreas sociales, los errores de inclusión o de focalización, los problemas de monitoreo, seguimiento y evaluación, la corrupción que le acompaña, son todos estos problemas que, si bien surgen en un contexto político distinto, no dejan de reproducir los mismos vicios que han marcado al estado venezolano.

Misiones Sociales

En primer lugar, veamos algunas aproximaciones conceptuales a lo que se conocen como Misiones Sociales. Considerando siempre que el objetivo principal de las misiones será la inclusión, los flancos por donde atacar el problema incluyen además de lo social, lo político y también lo económico:

(...) las misiones (...) son programas sociales masivos (...) germen de la nueva institucionalidad, constituyen estructuras emergentes que que dan la viabilidad a ese cambio institucional necesario, son transorganizaciones, es decir, atraviesan varias instituciones para el logro de un fin común (...) incorporan a agentes sociales anteriormente excluidos de la gestión pública para que sean partícipes activos en el logro de los resultados de las misiones. Es decir, se constituyen en agentes activos del cambio social, político y productivo del país y eso genera la inclusión de nuevos actores dentro de la acción de gobierno (Pacheco, 2004).


Bajo esta perspectiva, y como está señalado, las misiones además de privilegiar los mecanismos de participación en su seno, rompen con la lógica de la gestión tradicional en las políticas sociales, al asumir la forma operativa de los proyectos, con alcance, recursos y tiempo definidos. Ese carácter "transorganizacional" obliga a actuar en forma de red, con una gran coordinación y comunicación entre las instituciones.

Por su parte, existen otras aproximaciones al concepto de Misiones Sociales, que la ubican más en el campo de las estrategias político-electorales (Cabezas y D´Elia, 2008; Patruyo, 2008)) que permitieron al presidente Chávez permanecer y consolidarse en el poder, ante un deterioro de su imagen y una caída en las encuestas, de cara al Referendo Revocatorio que se celebró en el año 2004 y ante la amenaza de perder gran parte del respaldo popular. Antes que un ejercicio de planificación coordinado, concebido en forma de redes, de amplia participación desde las bases y orientado al cumplimiento de objetivos preestablecidos, las misiones surgen como una suerte de despliegue táctico, obedeciendo más a la lógica del mundo castrense (verticalidad, resultados inmediatos, cero negociación) que de un entorno cívico-institucional:

En cuestión de dos años y con apoyo del gobierno cubano, Petróleos de Venezuela (PDVSA), varias alcaldías, efectivos militares y comunidades, activamente involucradas en comités de tierra urbana y comités de salud para apoyar al personal operativo -de nacionalidad cubana en su mayoría- el gobierno implementó unas 13 misiones en diversas áreas sociales (educación, salud, alimentación, autogestión económica y hábitat urbana) que alcanzaron coberturas considerables entre los años 2004 y 2006 entre los sectores populares. Aproximadamente un 30% de la población (7,2 millones) en la Misión Barrio Adentro y 53% en la Misión Mercal (12 millones) (D´Elia y Quiroz, 2010: 2)


En otros análisis (Aponte, 2008; Aponte y Maingon, 2010), las misiones ocupan una de las etapas màs innovadoras por las que ha pasado la política social venezolana en la última década, con un notable proceso de expansión, así como con una fuerte atención presupuestaria, orientadas principalmente a llevar a los sectores populares un conjunto de servicios, transferencias o prestaciones, inicialmente en salud, educación y alimentación, pero que luego se ampliaron a campos como la atención a la población indígena o la eficiencia energética.

Dada la novedad y el reiterado interés académico y político sobre el impacto de las misiones en la atención a los problemas más graves de nuestro país, es de esperarse que la política social en pleno del estado venezolano sea identificada con este tipo de programas. En primer lugar, por el espectro tan amplio que abarca y la especificidad para cada área-problema: analfabetismo, escolarización en educación primaria, media y universitaria, atención primaria, especializada y hospitalaria en salud, deporte, alimentación, cooperativismo, minería, comunidades originarias, créditos para vivienda y acceso y regularización de la tierra por el campesino, atención en odontología, oftalmología, personas con discapacidad, entre otros. En segundo lugar, por el despliegue propagandístico del que han sido objeto las misiones, que le recorta espacio mediático al resto de las políticas públicas tradicionales en el área social y que forman parte de las rendiciones de cuenta de los ministerios, lo que se convierte en un arma de doble filo, que en escenarios con resultados importantes rinde cuantiosos beneficios políticos, pero que en situaciones desfavorecedoras, invisibiliza cualquier otro logro en desarrollo social. Y en tercer lugar, otra de las razones por las que resulta lógico que se asuma a las misiones como la única orientación en política social, se desprende del porcentaje importante de recursos públicos que reciben: en sus inicios, se destinaba un 2,5% del PIB y un 14% del gasto social total (2004-2005), aumentando a un 5% y un 25% respectivamente para el período 2006-2007. Esta última erogación señalada, expresada en términos reales, supera el gasto sectorial en educación para el mismo período (57,9 millardos contra 53,4 millardos), que como es sabido, siempre ha gozado de un lugar privilegiado en el gasto público:

(...) si relacionamos a las misiones con los programas sociales de los noventa, lo que resulta de interés -entre otras razones- por la tendencia focalizada que se tiende a atribuir a ambos (...) es relevante considerar que el gasto hacia aquellos programas no sobrepasó, entre 1989 y 1998, el 15-20 por ciento del gasto social del gobierno central y que normalmente rondó cerca del 1,5 por ciento del PIB, porcentaje que es más que triplicado en 2006-2007 por las misiones (Aponte, 2010: 53)



Siguiendo esta última línea argumentativa, dado el caracter focalizado de gran parte de las misiones, resulta forzoso identificarlas como la principal polìtica social del gobierno de Hugo Chàvez, en vista de que pareciera responder más a un objetivo complementario, o en otras palabras, a las estrategias del universalismo equitativo, a fin de evitar la reproducción de las desigualdades sociales, que a una orientación eficientista o de polìtica social residual. Cuando sabemos que las misiones atacan las manifestaciones visibles de la exclusión de larga data, lo fenoménico de la deuda social, la pobreza extrema en sus consecuencias, poco puede contribuir un análisis que interpela a estos programas sociales desde una visiòn estructural:

La Misión Rivas (sic) intenta atender un problema social crucial en el pais. Se trata de la baja escolaridad de la población (...) Independientemente de si el programa social eleva el nivel de capacitación de los excluidos del sistema, èste claramente no hace nada por resolver el origen de la exclusión; es decir, no solventa en nada la insuficiencia de cupos que tiene el sistema escolar medio, la ausencia de acompañamiento pedagógico, la adecuación del pénsum de estudio a los requerimientos de capacitación e inserción laboral de los jóvenes de hogares de bajos ingresos, la reducción del costo de oportunidad de los jóvenes (...) (España, 2010: 20)



Por lo que se ha discutido e investigado hasta el momento de las misiones sociales, por sus metodologías de abordaje, por la forma del financiamiento, y por la edificación de estructuras institucionales paralelas, pareciera que no es objetivo de las misiones resolver los problemas sociales del país en forma estructural, sino avocarse a las desigualdes más acuciantes de la población durante el tiempo que así lo exija, mientras se ejerce un esfuerzo simultáneo de mejoras en la cobertura y la calidad de las prestaciones sociales desde otras instancias del Estado y desde las políticas tradicionales. Las misiones transitan, al menos programáticamente, por el sentido de la complementariedad, se guían por el principio de la equidad, buscando atender a las desigualdes en su núcleo, y evitar las brechas y disparidades en las capacidades de los venezolanos, que se reprodujeron gracias a un universalismo estratificado, que distribuye y seguirá distribuyendo todo un conjunto de beneficios a trabajadores y profesionales de forma diferenciada, pero captando recursos públicos.

Hacer un análisis sobre el rol que actualmente cumplen o deben cumplir las misiones en el Estado social venezolano no despacha las reflexiones necesarias sobre su desarticulación, su viabilidad y sostenibilidad politica y financiera, así como los problemas de calidad o improvisación que la rondan, o el uso clientelista que de estos programas se hace, o aquellos problemas que existen para identificar certeramente en los grupos más desposeidos, ya que son amenazas muy serias que se ciernen sobre amplios sectores de la población que guardan la esperanza de traspasar el umbral de la pobreza y alcanzar el desarrollo de sus potencialidades como ciudadanos y seres humanos.


BIBLIOGRAFÍA


  • Aponte, Carlos (2008): "Las Misiones Sociales: relevancia, características y crisis de una novedad". Caracas, CENDES-FONACIT (mimeo)
  • Aponte, Carlos (2010): "El gasto público social durante los períodos presidenciales de Hugo Chávez: 1999-2009" en Cuadernos del Cendes, Nº 73, enero-abril, Caracas, pp.31-70.
  • Aponte, Carlos y Maingon, Thais (2010): "El Estado social en Venezuela. Treinta años de cambios y continuidades", en Política y Gestión, Buenos Aires. Universidad de San Martín.
  • Cabezas, Francisco y D`Elia, Yolanda (2008): Las misiones sociales en Venezuela. Caracas, ILDIS-CONVITE.
  • España, Luis Pedro (2010): "Más allá de la renta y su distribución. Una política social alternativa para Venezuela. Caracas, ILDIS.
  • Hernáiz, Carlos (2005): "La participación ciudadana en las mesas técnicas de agua" Tesis de grado
  • Manrique, Franco (2004): "Comités de Tierras Urbanas", material para panel de discusión, Seminario Nacional: Política Social¿Un nuevo paradigma?. Fundación Escuela de Gerencia Social. Disponible en: www.gerenciasocial.org.ve
  • Pacheco, Raúl (2004): Palabras de apertura. Seminario Nacional: Política Social¿Un nuevo paradigma?. Fundación Escuela de Gerencia Social. Disponible en: www.gerenciasocial.org.ve
  • Patruyo, Thanalí (2008): El estado actual de las misiones sociales: balance sobre su proceso de implementación e institucionalización. Caracas, ILDIS.
  • Rodrìguez, Enrique (2004): "Venezuela: una visión sistémica de la política social", ponencia, Seminario Nacional: Política Social¿Un nuevo paradigma?. Fundación Escuela de Gerencia Social. Disponible en: www.gerenciasocial.org.ve

martes, 26 de abril de 2011

Ciudadanía y subjetividad en el “cooperativismo revolucionario”

Existe cierto consenso sobre la necesidad de orientar o redefinir las políticas sociales en función de la construcción de sistemas democráticos más sólidos, o analizarlas en función de los beneficios que implica para los ciudadanos. En escenarios de fuerte exclusión y concentración del poder económico y político, la universalización de derechos sociales debe estar acompañada de mecanismos para la participación de los sujetos en la definición de las políticas y en la redistribución equitativa de los recursos materiales y simbólicos que permiten generar bienestar en la población. El ejercicio de la ciudadanía social (Marshall) supone la creación de espacios y condiciones que permitan a los miembros de una comunidad política involucrarse en los procesos de toma de decisiones y producir innovación y cambios que redunden en crecimiento personal y beneficios colectivos, asumiendo la corresponsabilidad conjuntamente con el Estado en la satisfacción de las necesidades sociales:

Los derechos sociales están siempre asociados a cierta forma política [y cultural] de entender la ciudadanía y, en esta perspectiva, se vuelve más relevante considerar lo que determinada política social implica en beneficio de la ciudadanía, que analizarla en función de los resultados monetarios o de cualquier otro tipo de valor físico para sus beneficiarios (Dos Santos [1979], citado en Calderón, 2002: 96)


De igual forma, nos señala Bombarolo que:

“Son amplios y diversos los sectores que proponen como respuesta a estos interrogantes promover la ampliación y mayor efectividad de los canales de participación ciudadana para aumentar el control social en los procesos en los que se decide la distribución del poder económico y simbólico generado por el conjunto de la población” (Bombarolo, 2003: 36)

A fin de diseñar mecanismos eficaces para la incorporación plena y consciente de los ciudadanos en los procesos de toma de decisiones, Bombarolo también nos advierte sobre la importancia de revisar los objetivos últimos de la participación, verificar las condiciones mínimas así como los aspectos económicos que hagan sostenible en el tiempo las dinámicas participativas, preguntarnos hasta dónde es posible o necesario abrir espacios de participación y consulta social, tomar muy en cuenta los deseos y propuestas de la ciudadanía convocada y evaluar las posibilidades de que la sociedad civil se incorpore en la discusión de los temas estructurales o de importancia nacional.

Si bajo el modelo institucional-keynesiano de política social, la ciudadanía era pasiva (D´Elia, 2006), bajo un modelo democratizador, universal y equitativo, la ciudadanía asume un papel mucho más activo, abriéndose radios de acción más amplios frente al poder constituido. La democracia como valor, como imperativo ético, y el ejercicio ciudadano como principio, como práctica cotidiana, constituyen los propósitos de la política social.

En este fondo de acuerdos sobre la obligatoria interpelación ciudadana en la garantía de los derechos sociales, resulta importante debatir cuáles son las características de la participación abanderada, así como los aspectos subjetivos implícitos. Estas cuestiones adquieren particular notoriedad en un contexto como el venezolano, en el que se han gestado una serie de procesos desde el Estado orientados, al menos discursivamente, a promover el “empoderamiento ciudadano” en las distintas fases o etapas del ciclo de vida de las políticas públicas. Ahora bien, si en la última década el marco legal e institucional de la participación ciudadana ha crecido de una forma nunca antes vista en la historia política venezolana, habría que interrogarnos sobre qué tipo de ciudadanos se están creando, a partir de los aspectos simbólico-valorativos en juego, las identidades conformadas, los linderos psicosociales. Como bien apunta Calderón (2002: xxx) para alcanzar una visión integral sobre el desarrollo, habría que colocar al ciudadano como sujeto central, en este sentido, la ciudadanía social debe permearse de la política, y la política debe hacerse social. La distribución de bienes y servicios sociales bajo criterios de igualdad, justicia y equidad plantea asuntos políticos de primer orden y revela conflictos importantes en las proporciones o cuotas de poder entre los actores que hacen vida en una sociedad, que se verán atenuados o intensificados a partir de los procesos de subjetivación que estén detrás de los esfuerzos por fortalecer a la ciudadanía.

Una vía clara para iniciar un debate al respecto la encontramos en el análisis de aquellos actores que se han conformado al paso de las nuevas políticas sociales, que alcanzan su definición en los objetivos de los programas y proyectos sociales planificados desde el Estado venezolano. Madres del Barrio, médicos integrales comunitarios, alfabetizadores de la Misión Robinson, voceros de comités de salud, facilitadores de la Misión Ribas, promotores comunitarios, entre otros, son algunos ejemplos de intermediarios entre el Estado y las comunidades, para la ejecución de los programas sociales:

“(…) los agentes sociales (…) son los actores privilegiados para `resolver, apoyar, incentivar´ la participación comunitaria como eje para la resolución de las `necesidades sentidas´.” (Cardarelli y Rosenfeld, 2000)

De acuerdo a esta definición, el rol de los agentes sociales va más allá de sus aspectos instrumentales -en tanto personal delegado para la ejecución de los programas o proyectos sociales-, y se ubica como soporte fundamental en la construcción de nuevos imaginarios colectivos funcionales a los intereses de los planificadores:

“(…), cada agente social tiene su lugar, su identidad y su razón de ser, se comparten valores, se modelan conductas individuales y colectivas. Las formas simbólicas conforman un campo común en donde se articulan las imágenes, las ideas y las acciones (…), los proyectos y programas que `descansan´ para su implementación en la figura de los agentes sociales se constituyen en dispositivos políticos y sociales, que producen una forma de tratamiento de los grupos pobres –atributos y reglas de juego naturalizadas- que impactan en la subjetividad de todos los actores involucrados” (Cardarelli y Rosenfeld, Op. Cit.: 26 y 27)


Buena parte de los programas sociales emprendidos por el estado venezolano, en particular desde la implementación de las Misiones Sociales y la aprobación de la Ley de los Consejos Comunales en el 2006, ha contado con el apoyo de “agentes sociales” que cargados de una identidad escindida, miran con dos rostros a la realidad sociopolítica del país: una hacia al Estado otra hacia las comunidades. El vocero de la mesa técnica o del comité de trabajo del consejo comunal, así como es población objetivo, es instrumento para la implementación de la política, y en este sentido, bien “representa” los intereses y las necesidades del colectivo y asume el trabajo de resolver las áreas-problema de la comunidad, pero de igual forma se erige en su radio de acción como un representante legítimo de la burocracia estatal, como miembro de una red de instancias e instituciones, como parte de un funcionariado, con todas las repercusiones asociadas al hecho de detentar la autoridad que brinda el conocimiento técnico y las vinculaciones a los centros de poder político. Esta misma “sensación” o filiación subjetiva puede ser experimentada por el facilitador de la Misión Ribas o el alfabetizador de la Misión Robinson:

Al ser apelados y legitimados como eje de los programas sociales, ellos van constituyendo progresivamente para sí una suerte de “identidad dividida”, aunque funcional, que combina (simplificadamente) el rol de promotores y acompañantes de transformaciones de la vida cotidiana de sus barrios con el de “delegados del Estado descentralizado” o de cuasi funcionarios territorializados (Op. Cit.: 39 y 40)


Un caso interesante para analizar bajo estas precisiones conceptuales es el que tiene que ver con la política de impulso al cooperativismo, bajo el modelo de desarrollo endógeno que adelanta el gobierno del presidente Hugo Chávez. Si bien este modelo supone la concreción de una fórmula económica y política afín a la ampliación de espacios democráticos, y funcional a la superación del modelo capitalista, al plantear mecanismos de gestión abiertos, participativos, de decisiones consensuadas, en donde incluso existen coincidencias de tipo ideológico-valorativo con la doctrina bolivarianista (Molina Camacho, 2008), constituyéndose el cooperativista en “agente social” ideal de la transformación, valdría la pena preguntarse si el modelo cooperativo, impulsado por el estado venezolano apunta hacia la construcción de una subjetividad distinta, enfocada en la creación de nuevos y plenos ciudadanos, o por el contrario, favorece la dependencia, la falta de autonomía, y la reproducción de "ciudadanos agradecidos".

La adopción del esquema cooperativo ha estado cargada de cuantiosas movilizaciones de recursos económicos y humanos en capacitación, acompañamiento, infraestructura, contrataciones, creación de nuevas instituciones, transformación de viejas instituciones, difusión de información, y cualquier cantidad de actividades vinculadas a su promoción y estímulo. Sin embargo, asumir esta política, de la forma cómo está siendo asumida, hacia un modelo de gestión que como principio se erige como un movimiento autónomo y voluntario, puede que no genere los resultados esperados para la defensa de derechos civiles, políticos, y en nuestro caso, sociales. Este escenario de extremo tutelaje, abre múltiples interrogantes sobre las posibilidades de edificar una ciudadanía activa, que asuma responsabilidades puntuales en la garantía de derechos de ciudadanía, y sugiere por el contrario, la creación de un entramado simbólico propio de las prácticas asistencialistas, y que han permeado las políticas sociales del estado venezolano de la última década (D´Elia y Maingon: 2009).

Estas cuestiones, sucintamente descritas en esta exposición, son susceptibles de ser ampliadas, rediscutidas y contextualizadas en futuros trabajos de investigación.



BIBLIOGRAFÍA.

• Bombarolo, Félix (2003): “El fortalecimiento de los canales de participación ciudadana frente a los retos de la desigualdad social”. En Bodemer, Klaus (Editor) Políticas públicas, inclusión social y ciudadanía. Red de cooperación eurolatinoamericana, Instituto de Estudios Iberoamericanos. Nueva Sociedad, Caracas.
• Calderón, Fernando. Construir ciudadanía. Nueva Sociedad, Caracas. D´Elia, Yolanda; Maingon, Thais (2009): La política social en el modelo Estado/Gobierno venezolano. Caracas, ILDIS-CONVITE.
• Cardarelli, Graciela; Mónica Rosenfeld (2000): “Con las mejores intenciones. Acerca de la relación entre el estado pedagógico y los agentes sociales”. En: Duschatsky, Silvia (Comp.) Tutelados y asistidos. Programas sociales, políticas públicas y subjetividad. Buenos aires, Paidós.
• Molina Camacho, Carlos (2008): 200 preguntas y respuestas sobre cooperativas. Caracas, Panapo.